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Termas de Río Hondo: una caricia para el cuerpo y el alma

Nuevos servicios y paseos revalorizan la propuesta del famoso destino termal de Santiago del Estero. Una reserva natural, el Museo del Automóvil, la Costanera, el circuito de peñas folclóricas y los platos típicos son algunas de sus múltiples atracciones. 

La temperatura del agua termal está en su punto justo en la piscina exterior, justo cuando el sol del mediodía parece haber encendido todos sus motores para iluminar a discreción cada rincón de Las Termas de Río Hondo. Pero un contundente golpe de escena frena a los huéspedes, que se encaminaban decididos a disfrutar de las mieles del ocio desde las reposeras del solario: suenan bombos y guitarras en la tierra de la chacarera y el ritmo pegadizo de “Añoranza” señala a los visitantes un repentino cambio de rumbo en dirección a la terraza del hotel Los Pinos.

Es llamativa la devoción que los santiagueños sienten por su música nativa, una fiesta colectiva que convoca absolutamente a todos los hijos de Santiago del Estero y arrastra a cada forastero, sin exclusiones. Un saludable aire de renovación se respira en el principal destino turístico de la provincia, desde que los autos de TC y las motos de la categoría GP empezaron a rugir en el nuevo autódromo (y, de paso, a sacudir las lujosas salas del Museo del Automóvil) y aterrizar aviones en el aeropuerto inaugurado en 2012. Al mismo tiempo fue habilitada la isla y reserva natural Tara Inti y se puso en valor el paseo de la Costanera.

Más allá de cualquier proyecto modernizador, de la mano de la más representativa expresión local, el valioso bastión de cultura quechua queda a salvo. La música nativa suena con fuerza en peñas, centros culturales y patios de tierra o de cemento, que alcanzan su momento de ebullición al caer la noche, cuando este pueblo -a veces taciturno, otras algo más animado, aunque en todo momento amable y hospitalario- se deja llevar por los delicados movimientos que sugieren la chacarera, la zamba, el gato, el escondido y hasta la alegre cadencia de algún chamamé colado desde el Litoral.

“Yo vengo de la tierra del mistol. Es mi querencia, mi Santiago del Estero”, recita Daniel Carrizo a pura emoción, como para disipar cualquier duda sobre sus raíces. El cantante ya se encargó de conmover al público con “Chacarera del rancho”, “Entre a mi pago sin golpear”, “Perfume de carnaval” y “Agitando pañuelos” y ahora es el turno de una pareja de bailarines, que arranca chispas a la terraza del hotel y más de una ovación, pero el público acepta con bastante reticencia el convite para salir a bailar. Se entiende: sentados a las mesas, dan cuenta de un suculento menú criollo, que incluye locro, empanadas, asado con cuero, vacío, lechón y postre. En ese riguroso orden.

El río Dulce está metido en el alma de los termeños como un arrullo cotidiano, suave e infaltable. Su curso parsimonioso acompaña la traza del bulevar costero decorado con lapachos en flor y se desahoga con un rugido atronador bajo la mole del Dique Frontal, el torrente que empapa los bordes de la obra de una futura cancha de golf. La cola de la novia -el burbujeante chorro blanco del embalse- salpica por igual a las bandadas de chumuco -un pájaro de enormes alas negras que se lleva al buche los peces más chicos- y los pescadores, dedicados a llenar sus baldes con respetables piezas de dorado, bagre y sábalo. “El más rico a la parrilla es la boga”, sostiene Pedro Décima, pescador experimentado y vendedor de artesanías en el ovillo de puestos precarios de la Feria del Dique. “Aquí lo que más buscan los turistas son los mates de algarrobo blanco y negro, pero cada vez vendemos menos”, lamenta el hombre como amarga despedida.

A unos pasos, en la entrada de La Parrilla de Blanca, la propietaria no tiene mejor idea para ganar clientes que convidar a los paseantes con una empanada recién cocida al horno. Sin embargo, su fama reside en esa soberbia media res que toma color, sabor y aroma ante la leña crepitante de quebracho y algarrobo blanco. “Lo más rico del chivito es la riñonada y al dorado no le debe faltar sal ni limón”, instruye la anfitriona a modo de sutil invitación.

A la Isla del Sol (“Tara Inti”, en quechua aymara) se accede en forma gratuita por un puente peatonal extendido sobre un tramo reposado del río Dulce. Una pasarela de 600 metros de largo recorre la reserva natural, resguardo de bosque nativo, plantas exóticas y más de cien especies de aves. En los cuatro miradores, decenas de biguáes, garzas moras, teros, cardenales y algún martín pescador empecinado en perforar un tronco cautivan la atención, hasta que el velo vegetal vuelve a cerrarse. Finalmente, al fondo de la maraña de tipas coloradas, chañares, chilcas negras, palos borrachos, timbóes y algarrobos vuelve a tomar forma la imponente silueta del dique que ensancha y remueve el río.

De regreso al centro, las tres piletas públicas termales del camping La Olla aparecen en el horizonte como una escala en el momento adecuado, cuando el calor aprieta y no quedan rastros de la brisa mañanera. Un picnic con un desafío al tejo y un rato de inmersión en el agua surgente natural brindan ese bálsamo providencial que el cuerpo imploraba.

En uno de los recovecos que dibuja el río Dulce, Sebastián Savater descubrió un yacimiento paleontológico, a partir de una ocarina de cerámica utilizada por la cultura de las Mercedes hace 1.500 años. Desbordado de sorpresa y curiosidad, el pescador prefirió dejar la caña, se hizo aficionado a la paleontología y rescató 170 piezas. Su Museo Paleoantropológico Rincón de Atacama atesora los fósiles más antiguos de la provincia (de 3,5 millones a 5 millones de años), como restos de gliptodontes, quirquinchos, mulitas, peludos, un mastodonte, un megaterio y un perezoso de 6 metros de altura.

Así como Río Hondo es el rostro visible de una enorme cuenca termal -por lo cual todos los hoteles y las viviendas cuentan con agua cloro-bicarbonatada, indicada para afecciones de la piel, artrosis y artritis-, también es la cuna de más de un centenar de virtuosos de la cestería. Los artesanos moldean sus piezas en puestos extendidos sobre la vereda -que comparten con sus colegas especializados en algarrobo blanco-, en la cuadra de Caseros flanqueada por las calles Rivadavia y Sarmiento.

Miguel Medina, el más veterano de estos artistas de la alezna (especie de punzón), cose con paciencia santiagueña cada hoja de espartillo coloreada con chala de maíz. La precisión de las puntadas con hilo de palma común es clave para que cada canasto, posafuente, velador, panera y alajero resulte una obra perfecta. Es la lección que mejor aprendió a los 5 años, transmitida día y noche por su padre.

Esa sabiduría ancestral también está atrevesada por el legado de los pobladores originarios, cuyo sentido de pertenencia a esta tierra había llamado la atención de San Francisco Solano en el siglo XVI. El misionero franciscano se dedicaba a catequizar en el norte del Virreinato del Río de la Plata y aquí devolvió gentilezas con la melodía de su ravel (violín antiguo), al ser recibido amistosamente. En Sarmiento y Yacu Huasi, en medio del desmejorado cuadro del barrio más antiguo de Río Hondo, el circuito religioso del Parque de Agua Santa homenajea al audaz evangelizador con esculturas de metal y piedra vinculadas por senderos.


A un costado de la ruta 9, un viento suave amaga con remover los eucaliptos y palos borrachos del Parque Güemes. La titilante luz de la leña que calienta los hornos de barro sugiere una nueva vuelta de empanadas al paso, como antesala de la visita al Centro Cultural San Martín y la feria artesanal Llajta Sumaj. La noche despide su primer destello de brillos y sombras y el más auténtico folclore santiagueño resuena en la peña Patio Santiagueño. Las Voces de Río Hondo arengan a la concurrencia a pura música y pocas palabras. La fiesta recién despunta y más vale no perderse otra función de la máxima ceremonia de los termeños.